La
elección de Ricardo Anaya como dirigente nacional del PAN ha tratado de
presentarse ante la opinión pública por parte de la corriente interna de
militantes que apoyaron su postulación, como una oportunidad de renovación,
reordenamiento y rescate de la identidad que caracterizó a dicho partido durante
muchos años. No obstante, ese optimismo está más forzado por el voluntarioso
deseo de superar rápidamente la crisis que atraviesa ese organismo político con
una fórmula simplona, que por factores objetivos cuyo análisis permita concluir
que, efectivamente, el joven político queretano representa una opción
reformadora y claramente opositora al Gobierno Federal.
Lo
anterior porque una revisión apenas somera a la trayectoria pública de Anaya da
cuenta de que el éxito de su carrera no está basado tanto en sus meritos y
talentos personales, como en sus nexos con un grupo de militantes pragmáticos
que han desempeñado roles protagónicos tanto en la organización interna del
PAN, como en la administración pública y, recientemente, en la interlocución
con el PRI-Gobierno para la negociación y aprobación de las llamadas reformas
estructurales. De ahí que a diferencia de otros dirigentes nacionales de su
partido como Felipe Calderón, Carlos Castillo Peraza o Luis H. Álvarez, Anaya carezca
de una sólida formación ideológica y doctrinal, la cual ha sustituido con
relativa eficacia explotando su condición y apariencia de juventud, como si
ésta por sí sola fuera garantía de cambio y transformación cuando no
necesariamente ocurre así. Piénsese por ejemplo en la figura de Manuel Velasco,
el también joven gobernador de Chiapas militante del Partido Verde, quien en
los comicios locales recientemente realizados en su estado demostró ser un
experto conocedor de las peores prácticas antidemocráticas que prevalecieron en
el país durante décadas.
Así
pues, el supuesto distanciamiento de Anaya respecto a los personajes que lo
formaron e impulsaron políticamente, tales como Gustavo Madero y Rafael Moreno
Valle se vuelve inevitablemente objeto de suspicacia por más señales que envíe
en sentido inverso a los militantes antagonistas a su novel liderazgo; como por
ejemplo el intento de nombrar a Marko Cortés como coordinador de los diputados
federales del partido, seguida de la aparente “rebelión” de los legisladores
afines a Madero externando su deseo de que sea éste quien asuma la conducción
del grupo parlamentario.
Si
realmente hay en el denominado “joven maravilla” un ánimo transformador de su partido
éste se verá cuando asuma tareas realmente apremiantes para limpiar la imagen
del panismo, tales como el combate a los “moches” exigidos a gobernadores y
alcaldes a cambio de gestionar recursos para el financiamiento de obras y
programas durante la discusión del presupuesto de egresos; o bien, si apuesta
por construir equilibrios internos incorporando en funciones directivas a
grupos disidentes, como el encabezado por su adversario en la contienda por la
dirigencia nacional, el senador Javier Corral. Esto, desde luego, si el canto
de las sirenas de la sucesión presidencial no logra distraerlo de sus tareas
como dirigente, pues de ser el caso caería en el mismo error cometido por
dirigentes de otros partidos (Roberto Madrazo en 2006), quienes en lugar de reconstruir
y unir para llegar en condiciones competitivas a la disputa electoral,
dividieron y polarizaron anteponiendo sus aspiraciones personales al proyecto
partidista.
Hace
muchos años, cuando el PAN estaba en pleno proceso de tránsito de una oposición
testimonial a otra que se había propuesto disputarle abiertamente el poder por
la vía electoral al PRI, Carlos Castillo Peraza -probablemente el último líder estatura
intelectual que tuvo el panismo- planteó a la militancia el dilema de ganar el
poder sin perder el partido.
El
periodo de alternancia de 2000 a 2012 y la crisis interna que siguió a la pérdida
de la Presidencia de la República evidenció que los panistas fueron incapaces
de lograr el propósito planteado por Castillo Peraza; es decir, ganaron el
poder pero además de que supieron apenas muy poco sobre qué hacer con él, se
perdieron a sí mismos en sus disputas facciosas.
Sin
embargo, como las crisis son también oportunidades, Ricardo Anaya está ante la circunstancia
de reencontrar a su partido consigo mismo para asumirse como una oposición
crítica, fiscalizadora de la actuación gubernamental y promotora de la
consolidación de la democracia en el país. No es una tarea fácil, desde luego,
pero si en los horizontes que se ha trazado el joven dirigente está el ganar
nuevamente el poder, debe ser consciente de que primero tendrá que ganarse al
partido auténtico; es decir el de la militancia y no el de las elites cuyas
sombras se ciernen hasta ahora sobre su figura.
De pasada: ¿A alguien le sorprende que la Secretaría de la
Función Pública haya exonerado al Presidente y al secretario de Hacienda del
posible conflicto de interés por sus inmuebles financiados por Grupo Higa?
El Imparcial 23/08/2015
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