26 ago 2015

Los retos de Ricardo Anaya

La elección de Ricardo Anaya como dirigente nacional del PAN ha tratado de presentarse ante la opinión pública por parte de la corriente interna de militantes que apoyaron su postulación, como una oportunidad de renovación, reordenamiento y rescate de la identidad que caracterizó a dicho partido durante muchos años. No obstante, ese optimismo está más forzado por el voluntarioso deseo de superar rápidamente la crisis que atraviesa ese organismo político con una fórmula simplona, que por factores objetivos cuyo análisis permita concluir que, efectivamente, el joven político queretano representa una opción reformadora y claramente opositora al Gobierno Federal.

Lo anterior porque una revisión apenas somera a la trayectoria pública de Anaya da cuenta de que el éxito de su carrera no está basado tanto en sus meritos y talentos personales, como en sus nexos con un grupo de militantes pragmáticos que han desempeñado roles protagónicos tanto en la organización interna del PAN, como en la administración pública y, recientemente, en la interlocución con el PRI-Gobierno para la negociación y aprobación de las llamadas reformas estructurales. De ahí que a diferencia de otros dirigentes nacionales de su partido como Felipe Calderón, Carlos Castillo Peraza o Luis H. Álvarez, Anaya carezca de una sólida formación ideológica y doctrinal, la cual ha sustituido con relativa eficacia explotando su condición y apariencia de juventud, como si ésta por sí sola fuera garantía de cambio y transformación cuando no necesariamente ocurre así. Piénsese por ejemplo en la figura de Manuel Velasco, el también joven gobernador de Chiapas militante del Partido Verde, quien en los comicios locales recientemente realizados en su estado demostró ser un experto conocedor de las peores prácticas antidemocráticas que prevalecieron en el país durante décadas.

Así pues, el supuesto distanciamiento de Anaya respecto a los personajes que lo formaron e impulsaron políticamente, tales como Gustavo Madero y Rafael Moreno Valle se vuelve inevitablemente objeto de suspicacia por más señales que envíe en sentido inverso a los militantes antagonistas a su novel liderazgo; como por ejemplo el intento de nombrar a Marko Cortés como coordinador de los diputados federales del partido, seguida de la aparente “rebelión” de los legisladores afines a Madero externando su deseo de que sea éste quien asuma la conducción del grupo parlamentario.

Si realmente hay en el denominado “joven maravilla” un ánimo transformador de su partido éste se verá cuando asuma tareas realmente apremiantes para limpiar la imagen del panismo, tales como el combate a los “moches” exigidos a gobernadores y alcaldes a cambio de gestionar recursos para el financiamiento de obras y programas durante la discusión del presupuesto de egresos; o bien, si apuesta por construir equilibrios internos incorporando en funciones directivas a grupos disidentes, como el encabezado por su adversario en la contienda por la dirigencia nacional, el senador Javier Corral. Esto, desde luego, si el canto de las sirenas de la sucesión presidencial no logra distraerlo de sus tareas como dirigente, pues de ser el caso caería en el mismo error cometido por dirigentes de otros partidos (Roberto Madrazo en 2006), quienes en lugar de reconstruir y unir para llegar en condiciones competitivas a la disputa electoral, dividieron y polarizaron anteponiendo sus aspiraciones personales al proyecto partidista.

Hace muchos años, cuando el PAN estaba en pleno proceso de tránsito de una oposición testimonial a otra que se había propuesto disputarle abiertamente el poder por la vía electoral al PRI, Carlos Castillo Peraza -probablemente el último líder estatura intelectual que tuvo el panismo- planteó a la militancia el dilema de ganar el poder sin perder el partido.

El periodo de alternancia de 2000 a 2012 y la crisis interna que siguió a la pérdida de la Presidencia de la República evidenció que los panistas fueron incapaces de lograr el propósito planteado por Castillo Peraza; es decir, ganaron el poder pero además de que supieron apenas muy poco sobre qué hacer con él, se perdieron a sí mismos en sus disputas facciosas.

Sin embargo, como las crisis son también oportunidades, Ricardo Anaya está ante la circunstancia de reencontrar a su partido consigo mismo para asumirse como una oposición crítica, fiscalizadora de la actuación gubernamental y promotora de la consolidación de la democracia en el país. No es una tarea fácil, desde luego, pero si en los horizontes que se ha trazado el joven dirigente está el ganar nuevamente el poder, debe ser consciente de que primero tendrá que ganarse al partido auténtico; es decir el de la militancia y no el de las elites cuyas sombras se ciernen hasta ahora sobre su figura.



De pasada: ¿A alguien le sorprende que la Secretaría de la Función Pública haya exonerado al Presidente y al secretario de Hacienda del posible conflicto de interés por sus inmuebles financiados por Grupo Higa?

El Imparcial 23/08/2015

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