6 ago 2015

En la política como en el fútbol...

Un espacio de opinión dedicado al análisis político de coyuntura -como pretende ser éste- no debería ocuparse de un asunto tan baladí como la agresión de un entrenador de fútbol a un comentarista deportivo, porque en principio es un tema más propio de las notas de espectáculos que de la escena política. Aunque hay que reconocer, no sin tristeza y preocupación, que muchas veces la política ofrece más espectáculo que la farándula televisiva o deportiva.

Sin embargo cuando se observa más allá de la superficie del hecho noticioso aludido, es posible identificar el nivel de repercusión y diseminación del fenómeno de la violencia en México; particularmente la ejercida en forma sistemática en contra de los periodistas desde hace cuando menos una década. Es entonces cuando algo aparentemente frívolo adquiere relevancia analítica, pues las amenazas, los intentos de censura y las agresiones son expresiones de intolerancia y represión de la libre expresión, que es uno de los derechos esenciales para la construcción de una sociedad democrática.

Y es que, en efecto, hay un elemento de fondo más allá de la conjetura simplista de que la agresión del director técnico de la Selección Nacional de fútbol, Miguel Herrera, en contra de Christian Martinoli, comentarista deportivo de TV Azteca, es un distractor para desviar la atención de la opinión pública de problemas tan apremiantes como la corrupción que posibilitó la fuga de Joaquín Guzmán, el rumbo errático de la economía reflejado en la inestabilidad del tipo de cambio o la pauperización social (2 millones de nuevos pobres en lo que va del sexenio, según el CONEVAL). Se trata de la actitud poco tolerante a la crítica de la gran mayoría de los personajes públicos en México, sean éstos políticos, empresarios, deportistas, escritores, músicos, similares y/o conexos; los cuales infieren con una mentalidad bastante primitiva que su sola condición de popularidad o celebridad los hace admirables y hasta venerables, pero intocables y casi que infalibles.

Este fenómeno además de encontrar obvia explicación en el autoritarismo en el que fueron formados y a cuya reproducción aportan con sus comportamientos, también se explica por la persistencia de una práctica cultural a lo largo del tiempo en ese complejo universo nacional que alguna vez Guillermo Bonfil Batalla denominara como México profundo. Y es que como resultado de la mezcla entre el animismo y el naturalismo prehispánicos con el catolicismo pueblerino de los conquistadores españoles, nuestro mestizaje dio cabida y contribuyó a la consolidación del culto a los ídolos, colocándolos en pedestales e incluso dedicándoles una fiesta anual. Esta idolatría, según las principales corrientes de interpretación psicoanalítica, constituye el cimiento sobre el que se asienta un tipo de sociedad tradicional, sumisa, reverente y temerosa.

Extrapolado este supuesto a la realidad mexicana tenemos como resultado una especie de Olimpo de ídolos seculares, déspotas e intolerantes que son venerados por amplios sectores de una sociedad cuyos integrantes apenas si ejercen tímidamente sus roles individuales como ciudadanos, consumidores o aficionados.

De ahí que todo sea tolerado, soportado perdonado y olvidado, pues exigir y reclamar son, en esa perspectiva, actos sacrílegos. Eso explica nuestro pobre desarrollo político y la ínfima preparación de nuestra clase dirigente (cuya forma de ejercer el poder podría catalogarse no sin cierta sorna como mirreyismo). Ya no se diga la deplorable calidad de los contenidos de nuestros medios de comunicación, especialmente la televisión, y el pésimo desempeñó de los representativos nacionales en las competencias deportivas.

Pero más importante aún, la idolatría y la zalamería en torno a ella construida explican la intolerancia hacia la crítica y la denuncia, que son vistas como un sacrilegio inaceptable que debe ser castigado. Ahí está el germen de la violencia. Por eso en la política como en el fútbol, en los negocios, en la cultura, etcétera, tenemos a los representantes que merecemos; no como una suerte de condena, sino como resultado de nuestra propia herencia cultural.

Sin embargo no se trata de un destino manifiesto al que estoicamente haya que resignarse, pues precisamente la crítica y la denuncia periodísticas son los instrumentos adecuados para derruir los cimientos de esa sociedad reverencial que no exige, no participa y no discute. Por eso hay que condenar la violencia en contra de los periodistas, sean estos de la fuente que sea y por el motivo más trivial que parezca.

Al final, despojados de su aurea de devoción, los presuntos ídolos son hombres y mujeres falibles; pero sobre todo personajes públicos cuyas acciones, omisiones, acciones y comportamientos en la esfera pública impactan en el ánimo y la vida cotidiana de la colectividad. Por eso su desempeño debe ser sometido al escrutinio y sus excesos tienen que ser exhibidos. El periodismo y ahora también las redes sociales desempeñan esta función. Es nuestra tarea respaldarla si queremos superar la idolatría, la violencia y el autoritarismo, para avanzar hacia la construcción de una sociedad más crítica, exigente y democrática.

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