Es común que después de un proceso electoral -como el que tuvo lugar el
pasado 6 de junio- los partidos políticos entren en una etapa de evaluación
interna de su desempeño en función de los resultados obtenidos, seguida inmediatamente
por los ajustes que consideren convenientes para emprender nuevas estrategias
que les permitan alcanzar sus objetivos primordiales: ganar y conservar el
poder, en el caso de los partidos gobernantes, y fiscalizar al gobierno y
disputarle el poder, en el caso de los partidos opositores.
En México los principales partidos se encuentran en una fase de reacomodos
con miras a la gran batalla electoral de 2018, en la que se disputará la
Presidencia de la República. En ese horizonte se enmarcan los procesos de
renovación de las dirigencias nacionales del PRI y el PAN, así como el ajuste
de cuentas entre “las tribus” sobrevivientes del PRD, que exigen el sacrificio
y sustitución de su actual dirigente nacional.
En los tres casos es notoria la precaria transparencia y equidad de las
reglas para normar la sustitución de sus elites dirigentes, lo cual resulta
irónico y paradójico pues los principales promotores de la democracia adolecen
de métodos democráticos para conducir su vida interna.
Sin embargo esa circunstancia no es exclusiva de los grandes partidos,
también ocurre y quizá en mayor grado entre los partidos medianos y pequeños,
sólo que no es tan visible debido al poco interés mediático que suscitan esas
organizaciones; o por lo menos así ocurría hasta antes de la desaseada
emergencia del Partido Verde en la pasada contienda electoral, cuando emprendió
una agresiva campaña publicitaria de posicionamiento de su marca-producto mucho
antes de los tiempos marcados por la ley para el inicio formal de las campañas
electorales.
Posteriormente, ya durante la campaña, vulneró la protección de los
datos personales de cientos de miles de ciudadanos al enviarles aleatoriamente
por correo postal diversos productos promocionales. Pero ahí no terminó su
violación de las reglas de la competencia electoral, pues el día de las
votaciones se valió de las cuentas en redes sociales de diversas figuras
públicas para promocionar el voto a favor de sus candidatos.
Ante esa violación sistemática de la legislación electoral se hubiera
esperado una respuesta enérgica por parte de la autoridad, en la que incluso la
aplicación del castigo máximo para un partido infractor que es el retiro de su
registro se percibía viable. Pero en vez de eso, el INE sentó un preocupante precedente
de la interpretación y aplicación de la ley a voluntad de los consejeros, bajo
la sombra de presiones y en respuesta a intereses particulares, lo cual vulnera
el principio de autonomía del árbitro electoral.
En este sentido, el argumento esgrimido por el consejero presidente del
INE, el mismo que fue exhibido en una conversación telefónica privada en la que
se mofaba de un presunto líder indígena, es que el retiro del registro hubiera
significado lesionar los derechos políticos de los militantes de dicho partido;
sin reparar en que las acciones emprendidas por el Verde violaron el principio
de equidad en la contienda. Y aunque el planteamiento es válido, la señal
enviada a la sociedad es que la autoridad encargada de aplicar la ley puede
torcerla y que no importa transgredirla, porque el castigo nunca será
proporcional a la falta.
Eso representa un golpe a la legalidad, al desarrollo democrático y al
Estado de Derecho. Pero en la lógica de los consejeros del INE, qué tanto es
tantito.
El Imparcial, 16/08/2015
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